Título original: Tinker Tailor Soldier Spy

Dirección: Tomas Alfredson

Año: 2011

Duración: 127′

País: Reino Unido

Guión: Bridget O’Connor y Peter Straughan según novela de John Le Carré

Música: Alberto Iglesias

Fotografía: Hoyte van Hoytema

Reparto: Gary Oldman, Colin Firth, Tom Hardy, Mark Strong, Benedict Cumberbatch, Ciarand Hynds, Toby Jones, John Hurt, Simon McBurney, David Dencik.

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Escribo esto aún con el sombrero quitado, cuatro días después de ver esta película en el cine. En primer lugar porque el film en sí me encantó. En segundo lugar porque, en una época en que lo hemos visto casi todo y hay que hacer filigranas para dejar al público boquiabierto, el sueco Tomas Alfredson lo ha conseguido por segunda vez consecutiva después del impacto que me produjo la adaptación de ese cuento vampírico-intimista llamado Déjame entrar. Con un bravo por delante entramos en materia.

Para empezar hay que advertir a quien crea que esta es una película de espías con desenfreno, persecuciones, saltos, explosiones y toda la parafernalia acostumbrada. Quien busque eso puede ahorrarse una entrada y buscarse su James Bond particular en otro sitio, porque en El Topo no lo va a encontrar. La película es una adaptación de la novela de John Le Carré, escritor que durante un tiempo militó en el cuerpo diplomático británico, en los años 60, con la Guerra Fría en su apogeo, y que por tanto tiene bastante crédito al volcar su imaginación tamizada de experiencia en sus obras. En efecto, el perfil de los espías que componen la historia, con el personaje de George Smiley a la cabeza, tiene bastante poco que ver con el espectáculo paroxístico que casi siempre se nos vende y que precisamente por eso resulta mucho más creíble. La norma número uno del buen espía es la capacidad para pasar completamente desapercibido pareciendo uno más. Aún mejor si el cliché social que tenemos delante es el de un tipo mediocre, gris, a menudo solitario, alguien de quien pensaríamos que es el oficinista más triste del mundo y no un cerebro que maneja hilos al más alto nivel del juego geoestratégico que muchos tildan como la cloaca del Estado: el mundo del espionaje y el secreto.

Smiley es así. Un hombre con gigantescas responsabilidades en la fontanería de la seguridad nacional, disponible 24 horas al día, 7 días a la semana, pero con una vida privada frustrada y tan solo a medias sincera. Si lo pensamos bien, y comparamos con Déjame entrar, tendremos que concluir que la sorpresa inicial al ver el nombre de Tomas Alfredson al frente de esta película no lo es tanto. Muy al contrario, le viene como anillo al dedo. Pocos como él han sido capaces de rodar en los últimos años la soledad, lo turbio, lo frío, la frustración contenida, y a la vez el leal compromiso.

Con estas líneas maestras se traza una historia en la cual un pequeño grupo de analistas de inteligencia y agentes operativos tratan de localizar a un doble agente dentro del MI6, el servicio secreto exterior del Reino Unido. Se desencadena entonces una investigación secreta dentro de lo secreto, extraoficial dentro de lo extraoficial, en la que hay que solucionar un puzzle a base de pequeñas y dispersas piezas que bien se encuentran en el despacho de al lado, como en alguno de los puntos calientes del planeta en los que el bloque comunista y el occidental disputaban su partido encubierto. No siempre todo es evidente, no siempre todo está a la vista, y hechos aparentemente desligados conforman un hilo del que tirar. En el detalle, en una mirada cruzada, en un gesto, están las claves y un error supone la muerte de alguien. La historia es apasionante, contada con una pausa engañosa, porque la tensión y el drama sobrevuelan todo en todo instante con mandíbulas apretadas.

El grandísimo esfuerzo de la película por dibujarnos el modo de vida de un grupo de hombres durante aquellos años, se ve complementado por pequeñas pistas sobre lo que supuso la Guerra Fría para las estructuras de inteligencia provenientes de la aún no muy lejana II Guerra Mundial, y tiene su línea de discurso sobre las lealtades de los hombres hacia determinados ideales. El soporte total a toda la historia es la pulcrísima recreación de la época, aparentemente cercana aún en el tiempo, pero en realidad tan lejana ya. Cualquier detalle, desde una gafa hasta un papel pintado en la pared, pasando por las rudimentarias máquinas de chapa, los vehículos, el mobiliario, las estancias, el vestuario, todo en definitiva, parece estar pefectamente calculado y documentado para la ocasión. La película huele a madera vieja en el suelo de una casa inglesa y a moqueta impregnada de humo de tabaco rancio.

Esta ficción, por tanto, tiene el valor de ser capaz de retrotraernos a otra época como si todo fuese real. Y aún podemos añadirle algo más, aunque ya le resulta más ajeno, porque es algo en relación generacional al autor de la novela, lo cual, a la postre, deriva en lo mostrado en la pantalla. Es difícil no pensar que las consecuencias del caso Philby dejaron su semilla en Le Carré. Kim Philby fue un agente doble, leal a la Unión Soviética, que encabezó un grupo de topos dentro del espionaje británico de aquellos años conocido como Los cinco de Cambridge. Aquello fue un durísimo golpe para la inteligencia de Su Majestad, que llegó incluso a poner en riesgo la abierta confianza en esta materia con el aliado estadounidense, cosa que también aparece en la película. Da la coinciencia que el grupo de sospechosos en el que se busca al topo, también se compone de 5 hombres. ¿Arqueología psicológica en la mente del autor? Dejémoslo ahí para no desvelar nada a quienes ni conozcan la novela ni la serie de a finales de los 70 protagonizó Sir Alec Guiness.

En resumen. Peliculón en todos sus sentidos.